Me sorprendía la forma en que asimilaban el silencio, como
un ingrediente más de la vida nómada entre la selva. No sufrían de esa
necesidad nuestra de tener que hablar, de ese parloteo constante alrededor de
fruslerías, de ese ruido que generamos y a través del cual ya no comunicamos
nada.
No, en ellos el lenguaje no estaba tan gastado y guardaban
una sana amistad con el silencio. Incluso recuerdo que uno de ellos, mientras
avanzábamos lentamente, iba recitando en su lengua una letanía incomprensible
para mí. Entendí enseguida que no se trataba de palabras-intercambio, de
palabras-moneda (las que usamos y manoseamos en la cotidianidad), sino del
antiguo lenguaje que nos conducía hacia la divinidad, vocablos que nos
transportaban, que nos permitían entrar en contacto con estados alterados de
conciencia, invocaciones que propiciaban el ingreso en un mundo que estaba más
allá del mundo. El lenguaje como vía de éxtasis, como religión pura, como
trance, como mecanismo que nos recuerda que una parte de nosotros aún puede
viajar lejos de la materia que nos aprisiona.
(…) Ahí con el ulular del viento entre las ramas de los
árboles, viendo cómo los pájaros volaban entre el follaje, escuchando los
sonidos de la selva y sintiendo a toda la tribu junto a mí callada, en esa
cotidianidad atávica, compartiendo la perfección de un instante de profunda
amistad con el mundo, me dije que el lenguaje sólo abarca una parte de la
realidad, un porcentaje determinado, y que quizás los aspectos más inquietantes
y trascendentales de la existencia pertenezcan al silencio, a esa zona de
nuestra percepción donde el lenguaje fracasa y donde las palabras lo único que
hacen es mancillar la pulcritud del mutismo. Y pensé también que los primeros
hombres prehistóricos, en África, habían vivido en una selva muy parecida a la
nuestra. De ahí que la naturaleza tropical americana no sea un espacio, sino un
tiempo, un tiempo anterior a todos los tiempos.
Mario Mendoza
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