11 de abril de 2014

Silencio

Me sorprendía la forma en que asimilaban el silencio, como un ingrediente más de la vida nómada entre la selva. No sufrían de esa necesidad nuestra de tener que hablar, de ese parloteo constante alrededor de fruslerías, de ese ruido que generamos y a través del cual ya no comunicamos nada.
No, en ellos el lenguaje no estaba tan gastado y guardaban una sana amistad con el silencio. Incluso recuerdo que uno de ellos, mientras avanzábamos lentamente, iba recitando en su lengua una letanía incomprensible para mí. Entendí enseguida que no se trataba de palabras-intercambio, de palabras-moneda (las que usamos y manoseamos en la cotidianidad), sino del antiguo lenguaje que nos conducía hacia la divinidad, vocablos que nos transportaban, que nos permitían entrar en contacto con estados alterados de conciencia, invocaciones que propiciaban el ingreso en un mundo que estaba más allá del mundo. El lenguaje como vía de éxtasis, como religión pura, como trance, como mecanismo que nos recuerda que una parte de nosotros aún puede viajar lejos de la materia que nos aprisiona.
(…) Ahí con el ulular del viento entre las ramas de los árboles, viendo cómo los pájaros volaban entre el follaje, escuchando los sonidos de la selva y sintiendo a toda la tribu junto a mí callada, en esa cotidianidad atávica, compartiendo la perfección de un instante de profunda amistad con el mundo, me dije que el lenguaje sólo abarca una parte de la realidad, un porcentaje determinado, y que quizás los aspectos más inquietantes y trascendentales de la existencia pertenezcan al silencio, a esa zona de nuestra percepción donde el lenguaje fracasa y donde las palabras lo único que hacen es mancillar la pulcritud del mutismo. Y pensé también que los primeros hombres prehistóricos, en África, habían vivido en una selva muy parecida a la nuestra. De ahí que la naturaleza tropical americana no sea un espacio, sino un tiempo, un tiempo anterior a todos los tiempos.



Mario Mendoza

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