11 de abril de 2014

Sueños del inframundo

Hoy día, fue completamente igual a todos los días, tal vez esa sea la razón por la que ya olvidé el mes y el día en que estamos. 
Me levanté temprano, como siempre, con el sol pegando en mis parpados, haciéndome sudar por el calor y de este modo finiquitando con el sueño. Caminé por el parque, como todas las mañanas, y en el preciso momento en que la sombra del gran árbol se juntaba con la del monumento, ella se cruzó por mi vista, con su habitual andar despreocupado y sus largos cabellos al aire. Luego de aquel agradable espectáculo, continúe con mi camino. De un lado para otro, en movimiento, observando, pensando, en silencio…
A fin de cuentas, después de grandes paseos, regresaba a donde pertenecía, donde existía un pequeño lugar para mí, mi cómoda y austera cama.
Me ha sorprendido fuertemente lo diferente que pueden ser 24 horas, de día hace un calor insoportable, pero de noche hay un frío que te congela. Precisamente, esta noche, sentí que la pequeña brisa citadina enfriaba mis pies desprotegidos. Me costó mucho dormirme ya que recordé aquella mujer de antaño, que vivía dos cuadras hacia el sur. Recordé que era mi amiga, y me cuidaba mucho, pero se murió de hipotermia el agosto pasado. Le tenía gran aprecio, y fue muy triste cuando supe de tal infortunada noticia. Me imaginé su cuerpo congelado e inmóvil, asesinado por el mundo. Un pequeño escalofrío recorrió mi espalda antes del reposo. 
Cuando desperté, creo haber escuchado pequeños pájaros susurrar; fue raro. Generalmente, escucho bocinas, sirenas, o el bullicio de la gente, entre otros. Al rato, sentado en el parque, observando a la gente caminar, apareció ella, a la misma hora por supuesto. Sin embargo, por primera vez con un rostro de tristeza, con el rastro de sus parpados levemente hinchados, como si hubiesen estado llorando. Mi cuerpo quiso actuar pero la inercia fue aún más grande. Solo quería preguntarle si le ocurría algo, pero mi temor a la incertidumbre me inmovilizó. Se fue alejando progresivamente hasta perderse entre la multitud. En soledad, dije en voz alta: “Algún día, venceré mis miedos, y te ganaré a ti, inseguridad”.
El anochecer, fue más oscuro que lo habitual, no había ni luna ni estrellas, un gran telón negro azabache cubría la noche. La imagen de aquella mujer de ojos llorosos estuvo en mis sueños, y a mitad del crepúsculo, desperté somnoliento y pensé inmediatamente en ella,  y luego, pensé en un submundo llamado amor, completamente desconocido para mí. Volví a mi descanso, con una leve sonrisa en la cara, alimentada por sinceros sentimientos infantiles. 
Esta mañana, desperté energético, me mojé el pelo y la barba en un regador del parque, ya que el sol estaba pegando fuerte. Más ansioso que otras veces, esperaba el pasar de esta bella mujer, creo que me interesaba observar su rostro pues ayer su pena me había provocado algunas dudas e inquietudes.
En efecto, a la misma hora de siempre, la divisé a lo lejos. Parecía otra mujer, se había puesto brillo labial y se había amarrado el pelo.  A diferencia de ayer, caminaba con entusiasmo, casi sonriente. Vestía una falda blanca como la nieve con una polera color rojo salmón. Sus ojos bien abiertos avecinaban un buen día. Cuando pasó exactamente delante de mí, se detuvo bruscamente. Con cara de sorpresa, buscó apresuradamente algo en su cartera, y al darse cuenta de que no lo tenía y que al mismo tiempo la estaba observando, me lanzó una mirada con vergüenza, y se regresó por donde había llegado. Fue la primera vez, que nuestros ojos se saludaron. Fue la primera vez que la ví dos veces en un día. Fue como un déjà-vu, sin embargo, en su segundo viaje, no me miró. 
En la tarde, no caminé. Me quedé sentado en el mismo banco de la mañana, no sé muy bien por qué. Creo que no tuve ganas de vagar por la ciudad o tal vez fue mi inconsciente que pugnó por permanecer varado, esperando un posible regreso de nuestra dama a su destino, pero ella no llegó.
Puede que parezca una locura, pero con el pasar de los días, me fui encantando con esta desconocida caminante. Me entusiasmaba verla caminar, y antes de ir a “nuestro encuentro” me ponía mi única y gastada chaqueta. Cuando la divisaba, la observaba fijamente, de pies a cabeza, y comencé a descubrir cada día algo nuevo. Su color de pelo, sus ojos, sus delgados tobillos, su tan erguida espalda, sus aretes, sus muñecos, sus codos, su cintura… Toda su belleza saltaba a mis a ojos. Sentía que esa pequeña instancia mañanera, me daba fuerzas para seguir. Me regocijaba de amor el corazón y de este modo, lograba combatir contra esta miserable vida. 
En lo que restaba del día, gastaba las horas recreando un mundo paralelo en mi imaginación, donde cabíamos los dos, enamorados y felices. 
Gabriel, un amigo que vive en la vereda de enfrente, me advirtió que tuviera suma precaución. Que esta pequeña obsesión terminaría por herirme, puesto que gente como ella no está al alcance de personas como nosotros… Recuerdo que no volví a hablarle.
Cuando comenzó el invierno y las frías mañana, tuve miedo que ella no apareciera, pensé que adecuaría su rutina, optando por no cruzar el parque a bajas temperaturas. Afortunadamente su día a día, no cambió, de allí en adelante, sus caminatas estaban acompañadas de grandes abrigos y bufandas para protegerse de aquel viento tan traicionero. 
Una noche particularmente fría, soñé con ella, pero esta vez estábamos juntos, ambos caminábamos por el parque, riéndonos, abrazados, felices. Yo vestía de camisa y corbata, sin embargo, sorpresivamente, en el banco donde me siento, me hallaba yo, mirándonos fijamente. Desperté en seguida, confuso y exaltado. Entre vueltas y vueltas, no logré conciliar el sueño. En el momento en que el primer rayo de sol, cruzó la ciudad, me levanté apresurado. Tenía el tenue presentimiento de que hoy, la vería acompañada por alguien, otro hombre quizás, y el sólo hecho de pensarlo me ponía nervioso.
La escena fue peor de lo que me esperaba, ella no llegó. En un comienzo, pensé que con estas heladas había estado enferma, luego pensé que en el camino, había tenido un accidente, y así, poco a poco, comencé a desesperarme. Caminé en busca de ella, por toda la ciudad. Aunque mis piernas caminaban impulsivamente, no tenía claro qué haría si lograba encontrarla.
Durante la puesta de sol, ya llevada largas horas caminando, me detuve a descansar. Mi inquietud y agotamiento reducían significativamente mi respiración. Miré a mi sombra, y le prometí que si en un futuro, ya sea, cercano o lejano, volvía a ver aquella mujer, pondría todo mi empeño en saludarla y hablarle.
Con largos insomnios y profundos dolores de cabeza, viví una o dos semanas ausentado de su ser. Ya no se paseaba por el parque, ni de día ni de noche. Pese a ello, las esperanzas de volver a verla no morían. 
Un día despejado de invierno, un pequeño mirlo se posó a un costado de mi cama, e hizo sutiles silbidos que lograron despertarme. Al levantarme, me di cuenta de que era más tarde de lo normal, entonces, me dirigí de inmediato al parque. En el preciso momento en que me senté, la vi. Mi cuerpo reaccionó rápidamente, mi pulso se aceleró y mis pies comenzaron a moverse en dirección a ella. No podía impedirme, mi mente no tenía el control sobre mis actos.
Cuando me encontré al lado de ella en la calle, no supe qué hacer. Logré balbucear un incomprensible y tímido saludo. Ella, al percibirme cerca, alterada, me lanzó una mirada con desdén y decididamente, apresuró sus pasos evadiendo mi presencia.
En ese instante, anonado supe que no existía un lugar en la tierra para un pobre, ingenuo y soñador vagabundo.

Thor

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