“¿Será esa la salida de nuestra cúpula citadina? Parece que hay otro
mundo, se ve todo tan blanco, se ve todo tan limpio. ¿Cómo llego a esa altura?
Quiero ir a ese lugar, a ese infinito calor. Me duelen los ojos de tanta
perfección, me duele la cabeza. ¡La
están cerrando! ¡Paren, sucios dioses, no nos dejen aquí encerrados! ¡Quiero
vivir con ustedes! Aquí me asfixio en este humo gris y sucio. No se lleven
nuestra luz... No se lleven nuestra luz... Se está cerrando el círculo, está
siendo tapado por un corcho gigante. Qué pena. Nuestras horas están contadas.
Tal vez se peleen los grandes por el oxígeno, lo poco que queda… Tengo miedo.
Todo está oscuro ahora. ¡Ábrete sésamo! ¡Vamos! Todos juntos: ¡Empujemos!
Ayúdenme.”
Gritó y gritó un niño
en la plaza del mercado, mirando un eclipse con ojos aturdidos y llorosos.
Algunos pasaron y ni siquiera miraron, en cambio a otros les llamó la atención
y voltearon algunos segundos.
Un hombre de
chaqueta gris, sentado en una banca a un costado de la plaza, almorzaba con una
actitud un tanto apurada. Alcanzaba a escuchar los alaridos del pequeño, que
poco a poco, comenzaron a agitarlo, hasta que llegaron al punto en que el
hombre se puso de pie y se acercó al niño.
“¡Se llama eclipse
solar, ni hoyo, ni corcho, ni nada! No significa nada para nadie. Ahora, ¿puedes hacer silencio en mi poco tiempo
libre?”
Sus palabras fueron
secas y violentas. El niño quedó pasmado y una pequeña lágrima brotó en su
mejilla.
Y una vez más, la
ciencia asesinó a luz pública, una pobre e inocente imaginación.
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