Trepamos el árbol, tú de un lado, yo del otro. El gran
tronco cubría tu desnudez de mis ojos, que a decir verdad no la pretendían en
todo momento como el norte al sur o el calor al frío, solo la buscaban para sacralizar el brillante
contenido del cuadro. Subimos como
simios de luz aquel interminable tallo, empujados por una lúcida embriaguez que
descorchó, a raíz de un beso, la sensación de identidad. De un suave golpe, nos
vimos desplazados desde nuestro punto fijo a orillas del reloj, hasta la copa
del imponente árbol, donde, como una antigua herida, se abría el cielo en su
más cruda versión: la blanca luz circulaba como sangre fresca entre las venas
abiertas del oscuro vacío, que ahora, como nunca antes, parecía moverse y fluir
vertiginosamente, aunque acarreando a su vez la vasta tranquilidad que regala
un meticuloso y estudiado equilibrio.
Ahí arriba fue donde el amor nos hizo a nosotros, justo en
ese punto en el que dos rayos de opuesta procedencia se encuentran cara a cara,
como dos tigres solitarios que se reconocen en un baile, rondándose el uno al
otro, e ignorando que en el mismo instante, de lo que antes eran sus colas,
confluyen agitadas un sinfín de coloridas nebulosas construyendo un destellante
espiral de energía, esperando cual galaxia, ser condensada aunque sea, en una
mirada.
Diego Huberman
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