12 de abril de 2014

Estrella fugaz

Trepamos el árbol, tú de un lado, yo del otro. El gran tronco cubría tu desnudez de mis ojos, que a decir verdad no la pretendían en todo momento como el norte al sur o el calor al frío,  solo la buscaban para sacralizar el brillante contenido del cuadro.  Subimos como simios de luz aquel interminable tallo, empujados por una lúcida embriaguez que descorchó, a raíz de un beso, la sensación de identidad. De un suave golpe, nos vimos desplazados desde nuestro punto fijo a orillas del reloj, hasta la copa del imponente árbol, donde, como una antigua herida, se abría el cielo en su más cruda versión: la blanca luz circulaba como sangre fresca entre las venas abiertas del oscuro vacío, que ahora, como nunca antes, parecía moverse y fluir vertiginosamente, aunque acarreando a su vez la vasta tranquilidad que regala un meticuloso y estudiado equilibrio.
Ahí arriba fue donde el amor nos hizo a nosotros, justo en ese punto en el que dos rayos de opuesta procedencia se encuentran cara a cara, como dos tigres solitarios que se reconocen en un baile, rondándose el uno al otro, e ignorando que en el mismo instante, de lo que antes eran sus colas, confluyen agitadas un sinfín de coloridas nebulosas construyendo un destellante espiral de energía, esperando cual galaxia, ser condensada aunque sea, en una mirada.


Diego Huberman

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