12 de abril de 2014

La escalera

Cada escalón crujía a su manera. Algunos más graves, otros más agudos. Mis pies se posaban con la misma fuerza y con idénticos intervalos. Era de noche, y la escalera iba rompiendo el silencio. Las ventanas dejaban que se filtrara el frío y las luces de la calle. El cielo se desplegaba plácidamente.
Allí abajo, en el primer piso de la casa, me estaba ahogando con una enfermedad desastrosa. Siempre pude respirar, pero el cuerpo enfermo nunca quiso levantarse. Ahora, sin embargo, me encontraba subiendo la escalera, y roncando en la oscuridad de mi habitación. Faltaban pocos escalones para por fin deshacerme de mí, para por fin aterrizar en otro mundo, más ligero y redentor. Y de pronto desperté, quizás por la madera que ya empezaba a destruir por completo el silencio de la noche. Me oí subiendo al segundo piso cuando de pronto, de forma espectacular, me levanté de la cama para atraparme y no dejarme cumplir con el objetivo. Al sentir la mano que rozaba mi espalda, me di vuelta para enfrentarme a mí mismo. Nunca quise subir con rapidez porque tal acto hubiera sido muy cobarde. Tenía que deshacerme de mí, no había otra elección. Luché entonces todo lo que pude, aunque mis energías se habían agotado durante el día, mientras que durante todo el día había ahorrado, en la cama, las fuerzas necesarias para vencerme. Fue por eso que, a escasos centímetros de tocar el piso de arriba, terminé asesinándome. Solo restaba un cadáver pálido junto a mis pies. Mi rostro descompuesto en ambos cuerpos, salvo que uno estaba incólume y el otro permanecería así por el resto de los días. Me apresté a sacarlo de la casa y enterrarlo en el patio. Estaba amaneciendo, cuando de pronto, entre los madrugadores cantos de las aves siento algunas sirenas que se acercaban a mi barrio. La policía, extrañamente, se había enterado del homicidio muy poco después de haberse efectuado. Eso era todo. La impunidad nunca ha existido y menos para mí: asesino de mi propia sangre. Me vi forzado a abrirles la puerta y entregarme. Ellos solo vieron mi rostro sudado, la sangre distribuida en el cuello, el cuerpo muerto tendido sobre el pasto. Qué tragedia, nunca me quise.
Antes de morir había pensado que lo mejor hubiera sido apurarme en subir las escaleras y zafarme de lo que me perseguía. Qué contradictorio, aunque no lo hice. Viví arrepentido durante años, en la cárcel, con el resto de mente que me quedaba, hasta que la decadencia tuvo sus efectos en el piso de debajo de mi abandonada casa.


Javier Velasco

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