Cada escalón crujía a su manera. Algunos más graves, otros
más agudos. Mis pies se posaban con la misma fuerza y con idénticos intervalos.
Era de noche, y la escalera iba rompiendo el silencio. Las ventanas dejaban que
se filtrara el frío y las luces de la calle. El cielo se desplegaba
plácidamente.
Allí abajo, en el primer piso de la casa, me estaba ahogando
con una enfermedad desastrosa. Siempre pude respirar, pero el cuerpo enfermo
nunca quiso levantarse. Ahora, sin embargo, me encontraba subiendo la escalera,
y roncando en la oscuridad de mi habitación. Faltaban pocos escalones para por
fin deshacerme de mí, para por fin aterrizar en otro mundo, más ligero y
redentor. Y de pronto desperté, quizás por la madera que ya empezaba a destruir
por completo el silencio de la noche. Me oí subiendo al segundo piso cuando de
pronto, de forma espectacular, me levanté de la cama para atraparme y no
dejarme cumplir con el objetivo. Al sentir la mano que rozaba mi espalda, me di
vuelta para enfrentarme a mí mismo. Nunca quise subir con rapidez porque tal
acto hubiera sido muy cobarde. Tenía que deshacerme de mí, no había otra
elección. Luché entonces todo lo que pude, aunque mis energías se habían
agotado durante el día, mientras que durante todo el día había ahorrado, en la
cama, las fuerzas necesarias para vencerme. Fue por eso que, a escasos
centímetros de tocar el piso de arriba, terminé asesinándome. Solo restaba un
cadáver pálido junto a mis pies. Mi rostro descompuesto en ambos cuerpos, salvo
que uno estaba incólume y el otro permanecería así por el resto de los días. Me
apresté a sacarlo de la casa y enterrarlo en el patio. Estaba amaneciendo,
cuando de pronto, entre los madrugadores cantos de las aves siento algunas
sirenas que se acercaban a mi barrio. La policía, extrañamente, se había
enterado del homicidio muy poco después de haberse efectuado. Eso era todo. La
impunidad nunca ha existido y menos para mí: asesino de mi propia sangre. Me vi
forzado a abrirles la puerta y entregarme. Ellos solo vieron mi rostro sudado,
la sangre distribuida en el cuello, el cuerpo muerto tendido sobre el pasto.
Qué tragedia, nunca me quise.
Antes de morir había pensado que lo mejor hubiera sido
apurarme en subir las escaleras y zafarme de lo que me perseguía. Qué contradictorio,
aunque no lo hice. Viví arrepentido durante años, en la cárcel, con el resto de
mente que me quedaba, hasta que la decadencia tuvo sus efectos en el piso de
debajo de mi abandonada casa.
Javier Velasco
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