Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un
tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en
cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella
estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a
visitarlo -me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de
que le dar gusto conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle
que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que
a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo
obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo,
cóbraselo caro.
-Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto
comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se
me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado
Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto
sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.
El camino subía y bajaba: "Sube o baja según se va o se
viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja."
-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá
abajo?
-Comala, señor.
-¿Está seguro de que ya es Comala?
-Seguro, señor.
-¿Y por qué se ve esto tan triste?
-Son los tiempos, señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario