Lunes 12 de agosto
Ayer de tarde estábamos sentados junto a la mesa. No
hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoyada mi mano sobre un
cenicero sin ceniza. Estábamos tristes: eso era lo que estábamos, tristes. Pero
era una tristeza dulce, casi una paz. Ella me estaba mirando y de pronto movió
los labios para decir dos palabras. Dijo: "Te quiero". Entonces me di
cuenta de que era la primera vez que me lo decía, más aún, que era la primera
vez que lo decía a alguien. Isabel me lo hubiera repetido veinte veces por
noche. Para Isabel, repetirlo era como otro beso, era un simple resorte del
juego amoroso. Avellaneda, en cambio, lo había dicho una vez, la necesaria.
Quizá ya no precise decirlo más, porque no es juego: es una esencia.
Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una
opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero que era
casi asfixiante, insoportable. Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe
estar el alma, hecha un ovillo. "Hasta ahora no te lo había dicho",
murmuró, "no porque no te quisiera, sino porque ignoraba por qué te
quería. Ahora lo sé". Pude respirar, me pareció que la bocanada de aire
llegaba desde mi estómago. Siempre puedo respirar cuando alguien explica las
cosas. El deleite frente al misterio, el goce frente a lo inesperado, son
sensaciones que a veces mis módicas fuerzas no soportan. Menos mal que alguien
explica siempre las cosas. "Ahora lo sé. No te quiero por tu cara, ni por
tus años, ni por tus palabras, ni por tus intenciones. Te quiero porque estás
hecho de buena madera." Nadie me había dedicado jamás un juicio tan
conmovedor, tan sencillo, tan vivificante. Quiero creer que es cierto, quiero
creer que estoy hecho de buena madera. Quizá ese momento haya sido excepcional,
pero de todos modos me sentí vivir. Esa opresión en el pecho significa vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario