Las últimas semanas de trabajo habían estado agotadoras.
Salí a pasear por la cuadra para intentar despejarme un poco. Cuando llegué a
la plaza, vi a lo lejos un niño mirando fijamente el cielo. No se movía ni en
lo más mínimo, tenía sus ojos enfocados en aquél azul-grisáceo que cubría la
tarde. Su convicción y quietud era tal, que resultaba bastante inusual para un
chico de esa edad.
Intrigado, me acerqué a él y para hacer notar mi presencia,
comencé yo también a mirar el cielo hacia donde él lo hacía. Si bien se percató
de mí, no me dirigió ni una palabra ni una mirada. Pasaron alrededor de 20
minutos, y aún nos encontrábamos allí, ambos inmóviles observando aquella
bóveda celeste, yo algo incomodado por el silencio y él sumergido en las nubes
y el aire.
Súbitamente, el viento correteó los árboles aledaños
haciendo caer algunas hojas que aún resistían aferrándose a las ramas en el ya
adentrado otoño y, junto con eso, unas imponentes nubes negras avanzaron hacia
el sol. En ese momento, recordé que para el día de hoy habían anunciado
abundantes precipitaciones. Tímidamente, se lo comenté, sugiriéndole también
que sería bueno que entrase a su casa para que no se mojara ni que su madre
eventualmente se preocupe.
“Si no quieres mojarte, deberías ser tú el que entre a casa,
yo me quedaré en este preciso lugar para el espectáculo.”
Su voz era tan suave y pasiva que no pude molestarme por su
aparente indiferencia. Más bien, su respuesta provocó aún más interés de mi
parte. Le estaba preguntando de qué espectáculo me hablaba cuando
repentinamente un rugido caído del cielo me hizo callar. Enseguida, el niño
abrió fuertemente los ojos, alzó sus pequeños brazos en el aire esperando que
la lluvia lo abrazara y me susurró muy despacio: “Ahí viene”.
Y efectivamente, ahí vino, y con fuerza. Comenzaron a caer
gotas de lluvia, convirtiéndose poco a poco en gruesas goteras del infinito.
Desconcertado, me enderezaba para observar verticalmente la lluvia y miraba
después aquél misterioso niño con su rostro que vislumbraba notorios rasgos de
felicidad. Esa felicidad tan pura e inocente de la infancia, aún no corrompida
ni por la sociedad, ni los años, ni las desilusiones.
La escena bastó para hacerme a un lado y perderme en mis
pensamientos. Aparte de las gotas que recorrían mi cara, lágrimas rodaron sobre
mi mejilla al recordar mi propia niñez, al rememorar aquellos episodios donde
me rodeaba de los más célebres festines y alegrías. Esas tardes enteras en el
barro simulando ser un perro, o aquellos paseos nocturnos para observar las
estrellas.
Junto con la emoción vino enseguida la nostalgia. ¿Qué había
sucedido conmigo, con aquél muchacho de pantalones caqui del pasaje ocho?
¿Dónde habían ido a parar esas ansías de libertad, esas energías interminables?
No supe ni responder en qué dejé de perseguir mis sueños.
Sin estar preparado, la tristeza me invadió, me asoló
totalmente dejándome desorientado, abatido y empapado... De esa imprevista
tristeza nacieron las ganas de guarecerse, de protegerse contra esa lluvia que
no paraba de penetrar los lugares más sensibles de mi alma.
En silencio y lentamente, procedí a retirarme de la plaza.
Pensé que al voltearme, el niño estaría mirándome con interés, pero nada de
eso, él se encontraba en un universo paralelo muy lejos de esta ciudad y de mis
revelaciones.
A paso rápido, llegué a mi casa un tanto acelerado y a la
vez confundido. De cierta manera, mi paseo no había logrado distraerme, sino
todo lo contrario, agobiarme más aún.
Para calmarme, fui al baño y lavé mi cara. Busqué mi alma en
el reflejo, pero sólo encontré la cara de alguien asombrado, de alguien
asustado que se había dado cuenta de algo esa tarde. Alguien que no dejaría
pasar más tiempo en vano.
Al parecer, la lluvia se lo había señalado...
Thor
1 comentario:
esta muy weno, como pa esperar a que caigan las primeras lluvias en stgo!
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