11 de abril de 2014

Extracto de "Los Hombres Invisibles" de Mario Mendoza

Desde la perspectiva de la biología, la adaptación es una virtud, casi una necesidad ineludible para la supervivencia de toda especie. El individuo que lograba adaptarse, sobrevivía y les daba la oportunidad a sus descendientes de que llegaran al mundo. Pero desde una perspectiva más profunda, había algo cobarde en la adaptación, un toque de bajeza y de falta de imaginación, casi de imbecilidad insoportable. Si la premisa biológica era “los más capaces se adaptan y sobreviven”, en el terreno del pensamiento sucedía exactamente lo contrario, “los más brillantes son desadaptados y perecen”. Hay un tipo de inteligencia normal, acartonada, obediente, que sigue las reglas y que por lo tanto alcanza buenas posiciones en la sociedad y grandes honores. Pero la inteligencia desmesurada, que siempre va acompañada de una actitud anárquica, el verdadero genio, vive la realidad como una camisa de fuerza, como un elemento incómodo y mal elaborado. El auténtico talento se siente fuera de lugar y no encaja en las reglas que los demás respetan e incluso veneran, razón por la cual el pensador siempre está buscando ir un poco más allá, siempre trasciende los límites, siempre está en proceso de desadaptación. Y entonces la premisa biológica se invierte: “el que se adapta está muerto”.
¿No había entonces en Gauguin, en Rimbaud o en Artaud un mensaje secreto, una misiva que nos indicaba un mapa, una ruta posible para escapar de la decadencia y del fracaso de nuestra cultura? ¿No estábamos en el límite, parados en el borde mismo del abismo? ¿Íbamos a caernos en el precipicio cogidos de la mano de la bestia occidental? No, por supuesto; había que dar un paso hacia la izquierda o hacia la derecha, echar un vistazo más allá de la frontera, y construir mundos que sobrepasaran la razón científica y la moral judeocristiana, mundos que fueran desesperados aullidos de desadaptación y de libertad. 

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