Desde la perspectiva de la biología, la adaptación es una
virtud, casi una necesidad ineludible para la supervivencia de toda especie. El
individuo que lograba adaptarse, sobrevivía y les daba la oportunidad a sus
descendientes de que llegaran al mundo. Pero desde una perspectiva más
profunda, había algo cobarde en la adaptación, un toque de bajeza y de falta de
imaginación, casi de imbecilidad insoportable. Si la premisa biológica era “los
más capaces se adaptan y sobreviven”, en el terreno del pensamiento sucedía
exactamente lo contrario, “los más brillantes son desadaptados y perecen”. Hay
un tipo de inteligencia normal, acartonada, obediente, que sigue las reglas y
que por lo tanto alcanza buenas posiciones en la sociedad y grandes honores.
Pero la inteligencia desmesurada, que siempre va acompañada de una actitud
anárquica, el verdadero genio, vive la realidad como una camisa de fuerza, como
un elemento incómodo y mal elaborado. El auténtico talento se siente fuera de
lugar y no encaja en las reglas que los demás respetan e incluso veneran, razón
por la cual el pensador siempre está buscando ir un poco más allá, siempre
trasciende los límites, siempre está en proceso de desadaptación. Y entonces la
premisa biológica se invierte: “el que se adapta está muerto”.
¿No había entonces en Gauguin, en Rimbaud o en Artaud un
mensaje secreto, una misiva que nos indicaba un mapa, una ruta posible para
escapar de la decadencia y del fracaso de nuestra cultura? ¿No estábamos en el
límite, parados en el borde mismo del abismo? ¿Íbamos a caernos en el
precipicio cogidos de la mano de la bestia occidental? No, por supuesto; había
que dar un paso hacia la izquierda o hacia la derecha, echar un vistazo más
allá de la frontera, y construir mundos que sobrepasaran la razón científica y
la moral judeocristiana, mundos que fueran desesperados aullidos de
desadaptación y de libertad.
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