Sólo me bastaba con el único ojo que aún conservo para
apreciar tanta belleza junta. Aquella tarde, el sol se asomaba entre grandes
nubes en tránsito iluminando toda la montaña. En el claro que me encontraba el
viento agitaba las copas de los grandes pinos, aquellos que hasta el día de
hoy, son mi compañía.
De un momento a otro, mi cuerpo se llenó de energía y me
acordé de lo que significaba estar vivo. Ni un segundo perdí, comencé a saltar
por todos lados, a correr entre los infinitos bosques disfrutando del dulce
aroma de las primeras flores de la temporada, me liberé por los prados de trigo
y me revolqué en la tierra, entregando finalmente mi cuerpo desnudo frente al
sol.
Él, con su calor, me apaciguó, me tomó entre sus brazos e
hizo desaparecer todos aquellos recuerdos grises del pasado: las noches en
vela, el frío imperante, la lluvia y aquella batalla inolvidable que me quitó
mi ojo y a mi más querido compañero, a mi amigo más fiel.
Sólo en cosa de minutos, todo aquello quedó atrás, sepultado
bajo la ciudad podrida en la cual había vagabundeado desde que tenía memoria.
Y hace 4 años que estoy aquí y no pienso salir.
He encontrado abrigo entre el bosque y los arbustos, he
encontrado amistad entre los pájaros y los zorros, y encontré también la
soledad, la fría y suave sangre negra. La soledad es ciertamente una paz
oscura, un escudo de acero que se mantiene firme y erguido protegiendo nuestro equilibrio,
nuestro ser y nuestra historia. Y nosotros sí que tenemos historia.
Una vez escuché a un humano decir: “Nuestra imaginación es
lo mucho y nada que podemos saber de la vida de los perros callejeros.”
Cuánta razón tenía…
Thor