La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Jorge Luis Borges (1899 – 1986)
Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar
Quevedo (1580 – 1645)
Mi relato, personal y singular, se adhiere a un género nuevo. Conformado a partir de una minuciosa capacidad detallista en torno a la descripción del espacio y las relaciones en él, lo cual lo haría un informe etnográfico netamente; sin embargo, no acabaría por aburrir a más de alguno. El detalle debe ser capaz de transformarse o reformarse para pasar de un simple hecho visual captado por un sujeto observador y posteriormente imaginado o interpretado por un lector, ha de ser palpado y masticado. Si no se le agregara a este relato lírica un tanto torpe y sudorosa por el abrumador sol de estas fechas en la zona centro – sur no sería más que papel manchado de tinta virtual incapaz de transmitir más que algo similar a los monólogos dominicales de los párrocos, rutina arrítmica y amarga. La guinda de la torta queda supeditada al poderío de la imaginación la cual nunca es tan innovadora como se cree ni absurda como se le acusa en las mesas redondas de los conservadores.
Los hechos se fueron dando de manera apurada, sofocados por el tiempo, empedernida sustancia viscosa que nos hostiga hasta la médula, me fui acercando en idas y venidas rutinarias a la biblioteca municipal de la Ciudad. Me gusta la Ciudad, siempre me ha gustado, me gusta por todas partes, sin embargo es en la nariz donde más la disfruto, sobre todo después de las primeras lluvias que trae cualquier estación del año, en cualquier momento fortuito. Respiro esa húmeda tranquilidad de los cisnes - cuando no son intoxicados - y huelo el plumaje frío de las gaviotas siempre chillonas y poco amigables. La biblioteca siempre me generó expectativa, más debe ser porque el trayecto hacia ella se veía influenciado por el viaje. Desde la playa a ella, uno llega con seis o siete intuiciones más audaces que desde el centro o algún otro lugar dentro de la Ciudad. Dentro de ella, me sentí sólo y plácido. Poco concurrida como los mapas del imperio Otomano, y poco habituada a la interrogante de una mirada penetrante fui conociéndola poco a poco, con la gracia que se conocen los ombligos. No considero justo ni ameno describir la estructura del edificio, es de conocimiento general que de por sí, cuando hay más de un piso se le adjunta una escalera entre piso y techo o entre piso y piso, la perspectiva aquí es lo de menos. Las ventanas, las puertas, las vigas, tablas y estantes, todo distribuido de manera que no nos fuese necesario caminar como lo hacen las hormigas, lamentable o alegremente. Con entusiasmo infantil aclaro en este momento que lo interesante de este relato no pasa por mis metáforas ni por la biblioteca de la Ciudad. Sígame.
Al sentirme desinteresado por lo que aquel lugar pudiese ofrecerme, me digné a recorrer la Ciudad en sí. En ella es todo brisa o tempestad, más la llovizna que algunos enaltecen no es más que los últimos granos del reloj de arena anunciando el verdadero espíritu de la Ciudad. El día que yo recuerdo no llovía, ni indicios había de que sucediese. La tarde era pulcra, el ocaso lo percibí a la altura del puente y fue de urgencia sacra detenerme unos momentos a contemplarlo desde ahí pues el naranjo y el violeta en él resaltan a la pupila de manera espléndida. Solitario, tal cual, como me digné a salir de casa fui en busca de un lobo marino, o al menos de alguno de esos pájaros con cara de humano que tanto abundan por la costanera. Los encontré a ambos, los saludé y seguí mi camino. De improviso caminando por el borde del río, me tendí un rato en el pasto a fumar un cigarrillo, no hacía frío y me abrigaba una chaqueta amarillenta con olor a humedad. El río inevitablemente me hizo pensar en el constante impulso hacia delante, en la imposibilidad absoluta de con el índice hacerle un remolino sustancial, de esos que se hacen cuando uno es pequeño y no entiende mucho de estas cosas. También pensé en un comentario que oí una vez en alguna de mis clases sobre la cultura Aymara y su peculiar visión del Tiempo. Para ellos el futuro es algo que viene detrás y el pasado algo que está por venir, y al referirse a su historia lo hacen de cara al pasado y de espaldas al futuro. El Tiempo, el Espacio y el Lenguaje, algo así como una especie de mosqueteros repulsivos cayendo infinitamente en el universo a través de un vacío conformado por jeroglíficos, tinta y palabras. Desvié mi vista absorta en el río para contemplar que ya el ocaso se desvanecía y las siluetas caían sigilosas. Desde donde estaba, que da igual donde fuese, podía ver la longitud completa del puente, sus pequeños faroles laterales alumbrando hacia arriba y abajo de manera sutil, el paso de los automóviles, bicicletas y los pequeños seres humanos que desde mi punto de vista, caminaban para acá y para allá cortando a intervalos discontinuos con su presencia las lucecillas de los lados y creando nuevas formas con sus cabezas y el reflejo de la luna. Me pareció agradable visualizar esto, me daba una pequeña alegría ver a los seres diminutos que ahora si se desplazaban como las hormigas de más arriba que no tuve el valor de enaltecer a la primera. Más abajo y a mi derecha – se comprenderá que me encontraba a la izquierda, por voluntad propia o por mi escoliosis – el Mercado Fluvial. Es bonito el mercado fluvial, en sus diversas facetas, más siempre me agradan más las cosas en la noche, cuando las observo desde afuera y desde adentro. De noche se aprecia la belleza de las cosas sobre todo estando fuera de ellas, es decir, siendo un espectador de la calma que abunda en el lugar y saboreando la entrada como el paso a una dimensión desconocida. El péndulo de movimiento infinito y desafiante puesto a la vista de todo ente que se desplace por la costanera lo evadí apenas lo visualicé para no caer en alguna alucinación imaginativa que me impidiese continuar mi relato. Me levanté de donde estaba y me persuadí de que había perdido por completo la sensibilidad en mis extremidades inferiores, mis piernas se encontraban flácidas y me costó poder comenzar la marcha, comencé a desplazarme como en cámara lenta y algo robótico, un bosquejo de sonrisa debe haberse marcado en mi rostro.
Me concentré en la búsqueda de algún local donde comprar algo que saciara la sed que me había surgido por el humo del cigarrillo. Cercano a mi posición una botillería de un fulgurante letrero verde y letras blancas me incitaba a adquirir algo para beber. Pasé, no era primera vez que lo hacía, se encontraba vacía y sin saludar pedí dos latas de cerveza. Pagué, agradecí y me retiré.
La tarde había transcurrido, ya me encontraba sumergido en la noche de la Ciudad, no tenía ganas de llamar a nadie, nadie tenía ganas de llamarme. Con las dos cervezas en la mochila me envalentoné a cruzar el puente hacía la Isla. De un momento a otro, me dieron ganas de ir hacia algún lugar que me permitiera respirar la humedad de la noche. La Ciudad otorga el verde que no es tan verde entrada la noche. Llegué a un parque cercano a una especie de laguna, me agradó la agresiva insistencia del pequeño bosque en confrontar su poderío sonoro al de las bocinas y desplazamientos maquinales. Sumergido en el espacio, busqué algún lugar sombrío que permitiera verme las manos, saqué una lata y la bebí raudamente contemplando el puente a medias que se presentaba frente a mi vista. Me recosté un momento observando sobre mí el espectáculo de las copas de los árboles. El viento, inquilino de honor en la Ciudad jugaba con las ramas lanzándolas de un lado a otro, con ímpetu, severidad y ternura, como la madre que no sabe serlo que castiga y se castiga. Pasé un buen momento contemplando el ir y venir estático de los árboles, cerca de mí algunos grupos de personas bebían y dialogaban, a ratos gritaban las palabras, en otros las cantaban.
Me quedaba la última lata, la hora ya era entrada y no tenía dinero en los bolsillos ni en ningún otro lugar. Estaba ansioso, deseaba relatar todo, incluso cuando inhalaba y exhalaba. Crucé el puente de vuelta, con una idea en la cabeza que no era ésta. Casi al llegar a la mitad, me di cuenta que estaba sólo, nadie lo cruzaba conmigo, ni delante ni atrás; también me percaté que mi vista no alcanzaba a visualizar ningún auto. Lo que realicé no fue debido a la cerveza, más se lo otorgo a mi ansiedad. Con cautela me puse del lado externo a la baranda de contención, es decir por fuera, si es que alguna vez estuve dentro. Desabroché mi pantalón y los bajé, y afirmándome con ambas manos hacia atrás a la rejilla fui el hombre más libre de la noche en la Ciudad orinando al Calle Calle sin siquiera sujetar mi miembro. Alguna otra persona tal vez, hubiese gritado de felicidad, yo me contuve a hacerlo pestañando pesada y lentamente, escupiendo el resto de saliva que me quedaba en las muelas. Terminado el acto, y caminando los últimos metros del puente me pregunté si todo el día confluyó para que llegase a tal lugar a realizar la meada circense, y no me quise responder por el miedo que le tengo a los payasos.
El frío no me limitaba, más creí necesario buscar refugio y compañía. Tomé el teléfono y realicé una llamada. La respuesta a mi interrogante fue positiva y al cabo de unos minutos me encontraba sentado en la cama, que por cierto no era la mía. Me preguntó que había hecho y respondí como lo hago siempre, desinteresado y en voz baja. Me preguntó si quería quedarme y contesté que sí, también en voz baja. Y con la última frase que era necesario decir aquella noche antes de dejar de hablar, le conté que a lo mejor escribía sobre la noche de hoy.
Que ya fue la de ayer, la de mañana o la de nunca.
Equeco
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