(El día estaba alegre. Ninguna nube se había atrevido a pisar el intenso cielo azulado. Hoy, sin más, el sol reinaba en su cómoda vastedad.)
El niño, arrastrando sus pies, entró cabizbajo a su casa.
Su madre, al advertirlo, lo interceptó prontamente en la cocina. Y con cariñosa delicadeza, tomó el puñado esférico de hojas arrugadas que traía débilmente en sus manos. Un muñón. Una enmarañada conglomeración de papeles.
El niño, avergonzado, la miró con pena y contrariedad.
Ella, de manos largas y áspera piel, desanudó suavemente el muñón. Hoja por hoja/una por una. Cuidadosamente, las colocaba sobre la mesa, y en un movimiento circular y casi ceremonial, intentaba estirarlos.
El niño / ensimismado entre suspiros / observó con detención fugaz / los mensajeros entintados que se iban apilando en el rincón de la cocina.
Al cabo de 2 horas, después de haber planchado, pulido y ordenado el pliego caótico, la madre, temblorosa y dolida, le entregó el desmedido montón de papel.
El niño, gozoso, se dirigió entre saltos a su pequeña pieza donde inició un minucioso examen de aquellos dibujos tan serenos y espléndidos que avizoraba. Llenos de luz, de lógica, de pulcra exactitud. De un momento a otro, el niño se sintió vivo.
Sin embargo, en la cocina, quedose su madre entristecida. Miraba, fija y consternada, una vieja foto con su hijo recién nacido. Pequeñas lágrimas se resbalaban hacía el recuerdo (o el olvido). Y entre sollozos, murmuró "devuélvemelo, devuélvemelo...".
Tuhnaer
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