27 de septiembre de 2014

Cartas a Rioma – Rompiendo el silencio

Querido Amigo:

Eran al rededor de las 4 de la madrugada cuando desperté
con una pequeña comezón en el costado izquierdo de mi pecho,
que aunque sea pequeña, bastante tenía de molesta. Me quite
la parte superior del pijama y quede atónito al ver que de
aquella superficie salpicaban recuerdos que brotaban y
manchaban de melancolía las sabanas y las frazadas de mi cama.
Al no entender la situación, rápidamente coloque mi mano en el
agujero que poco a poco se expandía y de un salto brinque de la
cama y me dirigí a la ventana más cercana, donde el viento tuvo
contacto directo con aquella comezón que carcomía cada uno de
mis poros, y con ellos los recuerdos. Cuando la comezón me fue
ya prácticamente familiar, fije mi mirada en un pequeño poro
que, envuelto en tal espectáculo, lograba mantener su pasividad
y neutralidad, sin dañarme ni molestarme con aguda picazón. Al
mirarlo más de cerca, pude ver aquel contorno circular delatado
por la tenue sombra a contra luz, seguí la circunferencia hasta
que un pequeño rallito luminoso se fragmentó con el sudor de
mi piel, chocando con mi mirada y empujándola hacia adentro.
De pronto, todo fue obscuro salvo por el túnel formado por la
luz en la cúspide del poro, que cada vez que intentaba
atravesarla con la mirada, me segaba y disolvía en microscópico
suspiro. Inmóvil e impotente no me quedo más que esperar. Allí
me senté, posando mis manos sobre mis rodillas creando una
forma de mariposa. Fue en eso que frente a mí vi pasar
súbitamente una imagen, muy familiar en cierta parte pero
que no era capaz de incorporar. Alterado y pendiente de cada
viscoso sonido que creaba mi alrededor, fui distinguiendo una
peculiar sonoridad en forma de percusión, alta y baja, alta y
baja, que sonaba y retumbaba hasta hacerme vibrar. Me
levante y guarde el silencio más preciado que nunca antes
logre encontrar en mi interior, avance y avance hasta que mis
pies descalzos palparon un pequeño borde que me susurraba
“ un paso más y caerás”. El envolvente sonido era familiar, y
casi podría asegurar que más de una vez lo he escuchado, si
no fue en una eterna noche de llantos y confesiones a mi
almohada, fue durante una exhaustiva relación sexual que
mantuvo erguido cada uno de mis pelos y mis sentidos. Al
mirar más detenidamente observe que aquel sonido provenía
de un objeto extraño, similar a un motor de pistón pero cuyos
colores semejaban los de un trozo de carne cruda, sin sal ni
orégano. Era tan rápido el movimiento que este ejercía que al
tocarlo sentí como mis manos ardían de dolor. Así entendí
que aquella comezón provenía del calor emitido por el
extraño objeto rojizo y si quería cesar aquella molestia debía
dejarlo fuera de funcionamiento. Solo por un momento logre
detenerlo, lo cual me produjo un alivio agriamente insoportable.
Decidí entonces volver a ponerlo en marcha, y
cuando esto sucedió desperté nuevamente, empapado en sudor
y me dí cuenta que aquella comezón me era grata, ya que me
volvía humano y me enseñaba a convivir con el dolor.

Johannes Sándon

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