3 de septiembre de 2014

16-III

I

Su mente estaba frágil. Susceptible a cualquier estallido. Llevaba dos noches sin conciliar el sueño, sin poder sumergirse en el descanso tan necesario en el humano. Ya eran cuarenta y ocho horas en vela, se sentía débil y ausente.

En las horas que no durmió, los recuerdos de aquella última noche sureña lo asaltaron: la borrachez, la sonrisa que no se asomó en su pálido rostro, los vasos que alimentaron el hundimiento de su ego y la triste despedida: ese cálido abrazo que no lo calentó y aquellas sinceras palabras que se desprendieron de los labios de la mujer, las cuales no prestó atención. En ese momento de palabras, él observaba perdido el pendiente que colgaba en su oreja y le importaba una mierda las promesas y el futuro que se atisbaba, su corazón estaba confundido al no entender los mecanismos de cariño que ella utilizaba. De seguro lo quería, y mucho por lo demás, pero él no sabía cómo comportarse frente al amor, nadie nunca lo había querido y no tenía la mínima idea de cómo querer. Sentía que ella al enredarse entre sus brazos no necesitaba nada más en el mundo más que su compañía y eso lo ponía feliz, pero cuando él buscaba demostrarle algo importante o tan sólo insignificantes roces (que para él no eran tan insignificantes) y sólo encontraba su espalda y unos pasos al costado, enfurecía. “Ella sólo me utiliza –pensaba- me busca solamente cuando ella quiere cariño.” Y así pasaban los minutos nocturnos mientras iba rescatando pequeñas conclusiones acerca de pequeños comportamientos observados. Entrándole las dudas y dándole mil vueltas al asunto. No obstante, a pesar de todo lo malo que podía sacar en limpio, sabía que estaba equivocado, que estaba siendo un egoísta y un ciego, y que de alguna forma u otra debía aceptar las cosas como eran, que no podía exigir una relación utópica e ideal, si al fin y al cabo, por primera vez estaba intimando con el amor.

Todo este embrollo que se desarrollaba en las horas muertas del crepúsculo, no llegaban a desequilibrarlo emocionalmente, eran simplemente pensamientos y diálogos espontáneos que salían a relucir para llenar los espacios vacíos del tiempo. Lo que en realidad lo ofuscaba era otra cosa: desde su regreso a la ciudad el verdadero vacío lo había inundado. Nunca le había pesado tanto la soledad. El estómago estaba apretado y el cuerpo reaccionaba poco a poco frente a este inicuo estrés. Caminaba sin ánimos por las calles, sin poder detener la mirada en algo que lo entusiasmara, arrastraba los pies y sus hombros le incomodaban. Al llegar a su casa, la cuestión no mejoraba, se sentía enjaulado, como un león en un zoológico donde los niños se acercan para gritar y apuntar y reír y no entender la condena ni el sufrimiento que padece el animal. Se movía lentamente a través de los pasillos de la casa, los mismos pasillos que lo vieron crecer y que ahora lo veían cabizbajo y como muerto en vida. Su familia también notaba el evidente desgano y al preguntarle, él solía derivar las razones al cansancio o al sueño, que tampoco eran mentiras, sino sólo disfraces.

Se refugió en su cama que ya no era suya, y fingía estar dormido cuando alguien se acercaba. Era un muñeco de trapo viviendo en la inercia, anhelando el pasar del tiempo lo más rápido posible pero sin saber para qué.

Su mente estaba frágil, susceptible a cualquier estallido.

Desconocía toda iniciativa, no aguantaba la ciudad pero tampoco quería volver al sur. La incertidumbre misma. El miedo. Y lloraba, derramaba infinitos ríos que mojaban su almohada. Para él, el presente se había transformado en un irremediable fallo.

Anónimo 

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