27 de septiembre de 2014

De trece en trece

La lluvia golpeaba su ventana y lo inundaba una sensación de soledad. No se sentía mal. La noche estaba hecha para él o ella y la lluvia. El sonido de las teclas le proporcionaba la acústica necesaria para con- formar fragmentos húmedos y la luz tenue que irradiaba su oxidada lámpara era el sol de las piezas en invierno, tan minúsculo y destellante que los ojos al mirarlo detenidamente imitaban al torrentoso cielo de afuera, triste e incontemplado. Las noches como estas le daban por escribir, lo atemorizaba conciliar el sueño por el infantil motivo de pensar que el viento sería capaz de expulsarlo de su pieza, de azotarlo contra la arena fría o ahogarlo en espuma.
Las primeras noches sufrió su partida. Los dolores de espalda no le permitían dormir con tranquilidad y a menudo se paseaba de un lado a otro de la pieza contando en voz alta de trece en trece para agotar a la mente. El método era ineficaz. Y es que la recordaba tanto cuando llegaba la noche, era una cosa de locos. Sentía su aroma y su respiración, lo atormentaba la silueta que ya no estaba en la pared, recostada con soltura sobre aquella estructura de madera, entera de sombra, bella penumbra. En ocasiones era eso lo que extrañaba más, su figura reflejada a contra luz en su ahora espaciosa pieza. El volumen del cabello figurando justo bajo el marco de la ventana, sus pies diminutos contrastando con el ancho de sus caderas, sus brazos larguísimos apropiándose ya no sólo de la pared sino que tragándose el techo en cada movimiento buscándolo a él o ella, que aún seguía con los ojos abiertos intentando acoplarse  a su sombra.
Las segundas noches, que ya no recordaba si eran de lluvia o de silencio aún la extrañaba, pero a esta altura las sombras ya eran formas propias de la habitación que no permitían figuras humanas y eran las “cosas” en ella las que lo acompañaban en sus devenires nocturnos. Un cuadro burdo pegado en la pared aledaña, libros a los pies, montones de ropa sobre el cubre camas, fotografías en el respaldo, hilachas roñosas colgando del techo y las líneas y años de la madera que conformaba su nicho. En su conjunto esto lo invadía, le hostigaba el ser y lo inmovilizaban en su colchón a observar durante horas como se desprendía de la vida humana para maravillarse de la belleza de las “cosas”. Era una relación de difícil asimilación, lo apasionaba librarse de las cargas que supone el Ser al mimetizarse con su cuarto inerte y expectante, aunque sabía que algo añoraba, algo extrañaba, ya no recordaba qué. Trece, veintiséis, treinta y nueve, cincuenta y dos, sesenta y cinco…
Las terceras, las cuartas y las siguientes noches que vinieron lo extrañaron a él o ella. Ahora si llovía a cántaros. Las figuras cobraron vida propia y comenzaron a jugar con su alcoba, el pequeño sol en su velador de al lado iluminaba la pieza completa mostrando diminutas partículas de polvo estelar girando alrededor del. Las fotografías comenzaron a escribir la historia de sus viajes en breves relatos detrás de sí mismas y los protagonistas de los libros a sus pies se juntaron a conversar de aquella lejana y deteriorada silueta conformada por el sol de la habitación y el reflejo de un fugaz cuerpo que chocaba con los anillos y líneas de la madera. Algo recordaban, pero desde su posición hecha de tinta y hoja, era mejor dedicarse a contar de trece en trece.
Trece, veintiséis, treinta y nueve, cincuenta y dos, sesenta y cinco…

Tabor

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