— ¡Qué feliz fui aquella tarde!
Arrepintiéndose y avergonzándose en seguida de semejante
frase, tan íntima y patética. Pero Bruno, no se rió, ni se sonrió (Martín lo
miraba casi aterrado), sino que permaneció pensativo y serio, mirando hacia el
río. Y cuando, después de un largo rato, Martín imaginaba que no haría ningún
comentario, dijo:
—Así se da la felicidad.
¿Qué quería decir? Se quedó escuchándolo, anhelante, como
siempre que se trataba de algo vinculado a Alejandra.
—En pedazos, por momentos. Cuando uno es chico espera la
gran felicidad, alguna felicidad enorme y absoluta. Y a la espera de ese
fenómeno se dejan pasar o no se aprecian las pequeñas felicidades, las únicas
que existen. Es como…
Se calló, sin embargo. Al rato continuó:
—Imagínese un mendigo que desdeña limosnas por el camino,
porque le han dado el dato de un formidable tesoro. Un tesoro inexistente.
Volvió a sumirse en sus pensamientos.
—Parecen fruslerías: una conversación apacible con un amigo.
A lo mejor esas gaviotas que vuelan en círculos. Este cielo. La cerveza que
tomamos hace un rato.
Se movió.
—Se me ha dormido una pierna. Es como si a uno le inyectaran
soda.
Se bajó y luego agregó:
—A veces pienso que esas pequeñas felicidades existen
precisamente porque son pequeñas. Como esa gente insignificante que pasa inadvertida.
Volvió a sumirse en sus pensamientos.
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