Sentados en la arena inmensa que se envolvía en ella misma
con su tonalidad grisácea y crema, el brillo que emanaba de cada ínfima cuasi
molécula de materia nos parecía abrumador. El cielo siempre fue un buen cuadro
por contemplar, pero la tarde de hoy
nuestras pupilas se inundaron del fulgor más puro y destellante de la
totalidad de sus tonalidades irradiadas con la misma fiereza que el mar trataba
de hundir la tierra y, a la vez, con la pureza inacabable de los majestuosos
astros. El infinito era eso. Era ese inmenso mar que resonaba y golpeaba su eco
en las rocas detrás nuestro, era ese cielo jugando al arcoíris, y éramos
nosotros hundiéndonos en un profundo placer de tranquilidad y reconocimiento.
En ambas direcciones se distendía nuestra ya asombrada percepción, sin finitud,
sin destino, solo avanzando como un rayo y devorando todo, tanto como al
universo externo como al de nosotros mismos. El movimiento sutil y delicado de
cada nube ubicada a distancia inexistente e innecesaria frente a mis ojos
contrastaba con su majestuosidad de cordón montañoso, el ritual había comenzado
y eran ellas las que decidían mover los hilos de la marioneta cósmica
incitándonos a sonreír y agradecer.
La playa nos parecía un lugar inagotable y el cielo la
galaxia misma. El tiempo se desvanecía y caía como un apesadumbrado titan dolido
desde hace tanto tiempo por intensos dolores de cabeza y malas conjeturas,
derretía sus manijas y explotaba los relojes al unísono que el sol tomaba el
protagonismo y el centro de la función transformando el celeste cielo en azul
mar, en prístinos naranjas, en verdes y lilas que intentaban a toda costa
destruir nuestras pupilas que lloraban para adentro pidiéndole a los órgano de
nuestro esqueleto que por favor desencadenara toda índole de variación ocular
para ser capaces de retener el paisaje por siempre.
Las aves se arrastraban por la espuma del cielo, iban y
venían como delicadas bailarinas, girando y extendiendo sus extremidades con
tanta parsimonia que la gravedad no era nada más que las ocho letras poco
ordenadas y de agrio sonido. La realidad a esta altura era una bonita ficción,
la suavidad de aquellos seres aéreos era interrogativa para saber si su figura
era única o dual, o si su dualidad era sólo uno. Jugábamos a eso. A desafiar
los parámetros de las normas. Fuimos criaturas tan poderosas que nuestros ojos
embrionarios brillaban con la fuerza del alma creadora y nuestras bocas
sonreían al saber que desde hoy el universo era el único y majestuoso ente al
cual venerar.
Tabor
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