18 de agosto de 2014

La punta de la nube naranja

Sentados en la arena inmensa que se envolvía en ella misma con su tonalidad grisácea y crema, el brillo que emanaba de cada ínfima cuasi molécula de materia nos parecía abrumador. El cielo siempre fue un buen cuadro por contemplar, pero la tarde de hoy  nuestras pupilas se inundaron del fulgor más puro y destellante de la totalidad de sus tonalidades irradiadas con la misma fiereza que el mar trataba de hundir la tierra y, a la vez, con la pureza inacabable de los majestuosos astros. El infinito era eso. Era ese inmenso mar que resonaba y golpeaba su eco en las rocas detrás nuestro, era ese cielo jugando al arcoíris, y éramos nosotros hundiéndonos en un profundo placer de tranquilidad y reconocimiento. En ambas direcciones se distendía nuestra ya asombrada percepción, sin finitud, sin destino, solo avanzando como un rayo y devorando todo, tanto como al universo externo como al de nosotros mismos. El movimiento sutil y delicado de cada nube ubicada a distancia inexistente e innecesaria frente a mis ojos contrastaba con su majestuosidad de cordón montañoso, el ritual había comenzado y eran ellas las que decidían mover los hilos de la marioneta cósmica incitándonos a sonreír y agradecer.
La playa nos parecía un lugar inagotable y el cielo la galaxia misma. El tiempo se desvanecía y caía como un apesadumbrado titan dolido desde hace tanto tiempo por intensos dolores de cabeza y malas conjeturas, derretía sus manijas y explotaba los relojes al unísono que el sol tomaba el protagonismo y el centro de la función transformando el celeste cielo en azul mar, en prístinos naranjas, en verdes y lilas que intentaban a toda costa destruir nuestras pupilas que lloraban para adentro pidiéndole a los órgano de nuestro esqueleto que por favor desencadenara toda índole de variación ocular para ser capaces de retener el paisaje por siempre.

Las aves se arrastraban por la espuma del cielo, iban y venían como delicadas bailarinas, girando y extendiendo sus extremidades con tanta parsimonia que la gravedad no era nada más que las ocho letras poco ordenadas y de agrio sonido. La realidad a esta altura era una bonita ficción, la suavidad de aquellos seres aéreos era interrogativa para saber si su figura era única o dual, o si su dualidad era sólo uno. Jugábamos a eso. A desafiar los parámetros de las normas. Fuimos criaturas tan poderosas que nuestros ojos embrionarios brillaban con la fuerza del alma creadora y nuestras bocas sonreían al saber que desde hoy el universo era el único y majestuoso ente al cual venerar.

Tabor




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