Escribo por el simple hecho de que la palabra viene a la
mano como la orina a la uretra.
Escribo sin preámbulo, sin sumisión y sin condecoro.
Yo te escribo, pero puedo hacer más.
Puedo crearte, puedo tocarte, olerte, sentirte y narrarte.
La metáfora de la palabra es redundante en sí, olvidando
sujeto y predicado.
El sujeto se hace efímero y el abecedario toma el pulso.
Letras que danzan entre los dedos, se deshacen y vuelven a
unirse.
Letras que logran su cometido. Nacen y clavan.
Intercalan bruma y noche, cigarrillos y búhos.
Y es que el pecado capital no consiste en la tentación.
El pecado virtuoso recae en el ímpetu.
En la estética.
En la simple maravilla original de la dimensión fonética.
De ahí en más vino el giro y el vuelo.
El hambre y el frío.
El beso y la culpa, el golpe, el caos, el susurro y la
máscara.
El yo, el ello, el verso y tú.
Tabor
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