Miras la ventana. ¿Y qué ves? Yo diría que nada, que sólo tu mirada
se pierde en el instante. En una de esas, quizás sea una posición cómoda para
asentar el pensamiento. Pero más pienso
que no estás en nada. Nada de nada.
De seguro yo estoy en menos, y eso que estaba mirándote
fijamente a los ojos que miraban el no sé qué en la ventana. Y me veo aturdido
en tu ausencia que no mira, perdido como un pájaro en busca de su nidal, o melancólico
como el lobo que aúllale a la luna.
Prefiero agachar la vista antes de tiempo, que mirar hacia
otro lado. Entre mis rodillas me siento al margen de los curiosos, en refugio de
las voces que tímidas puedan preguntar que me pasa. ¿Y qué me pasa? Nada,
claro. Sólo soy uno más de los tantos que sufren en silencio.
¿Y cómo no iba yo sufrir? Si tenía un rasguño bajo la piel
que se expandía en vez de curarse. Eran horas eternas que se hacían eternas sin
ella. Sin ella. Sin ella. Pues al final, es de ella de quién hablamos, de su afilada
existencia, de sus enceguecedores coloridos, de la vida que suave me
confiscaba.
Pero morir nunca era perecer, era sólo una lenta y fría
estocada, un decaer progresivo seguido por ojos llorones, pies arrastrados y miedos
indómitos. Ya en el suelo, la herida aún más brotaba e incesantemente, moría yo
una y otra vez.
Pero morir no era perecer. Después de muerto despertaba con
nostálgica resaca, y a duras penas, podía caminar. Pero ya nada importaba, el
sol ya está en lo alto nuevamente.
Catakúm
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