8 de abril de 2015

Ventana

Miras la ventana. ¿Y qué ves? Yo diría que nada, que sólo tu mirada se pierde en el instante. En una de esas, quizás sea una posición cómoda para asentar el pensamiento.  Pero más pienso que no estás en nada. Nada de nada.
De seguro yo estoy en menos, y eso que estaba mirándote fijamente a los ojos que miraban el no sé qué en la ventana. Y me veo aturdido en tu ausencia que no mira, perdido como un pájaro en busca de su nidal, o melancólico como el lobo que aúllale a la luna.
Prefiero agachar la vista antes de tiempo, que mirar hacia otro lado. Entre mis rodillas me siento al margen de los curiosos, en refugio de las voces que tímidas puedan preguntar que me pasa. ¿Y qué me pasa? Nada, claro. Sólo soy uno más de los tantos que sufren en silencio.
¿Y cómo no iba yo sufrir? Si tenía un rasguño bajo la piel que se expandía en vez de curarse. Eran horas eternas que se hacían eternas sin ella. Sin ella. Sin ella. Pues al final, es de ella de quién hablamos, de su afilada existencia, de sus enceguecedores coloridos, de la vida que suave me confiscaba.
Pero morir nunca era perecer, era sólo una lenta y fría estocada, un decaer progresivo seguido por  ojos llorones, pies arrastrados y miedos indómitos. Ya en el suelo, la herida aún más brotaba e incesantemente, moría yo una y otra vez.

Pero morir no era perecer. Después de muerto despertaba con nostálgica resaca, y a duras penas, podía caminar. Pero ya nada importaba, el sol ya está en lo alto nuevamente.


Catakúm   

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