"Detrás de mí, bajo un amasijo de hojas colgadas de ramas que
sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hinchado y negro de un cazador
mordido por un crótalo. Fray Pedro dice que ha muerto hace varias horas. Sin
embargo, el Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena de gravilla —único
instrumento que conoce esta gente— para tratar de ahuyentar a los mandatarios
de la Muerte. Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que lleva la
expectación de los que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se llena de
espantos nocturnos, surge la Palabra. Una palabra que es ya más que palabra.
Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se atribuye al
espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del ensalmador; la otra,
de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo hervor de lava; la
otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Se responden.
Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace sarcasmo cuando la que
surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos guturales, prolongados
en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho, llegando a crear un
ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una
melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los labios, el ronquido
hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la maraca. Es algo situado mucho
más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo
que ignora la vocalización, pero es ya algo más que la palabra. A poco de
prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre un cadáver rodeado de
perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los
talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor imprecatorio que es ya la
verdad profunda de toda tragedia —intento primordial de lucha contra las
potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre—.
Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias. Y, sin embargo, no
puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí…
Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de
pronto, se ablanda y descorazona. En boca del Hechicero, del órfico ensalmador,
estertora y cae, convulsivamente, el Treno —pues esto y no otra cosa es un
treno—, dejándome deslumbrado con la revelación de que acabo de asistir al
Nacimiento de la Música."
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