no me quedaba tinta por derramar
Mis manos estaban rajadas a cada línea,
y la piedra era lo único que adentro poseía.
La piedra se había apoderado de cualquier desaire,
a cada paso, a cada peso.
Una vez la tuve en la garganta,
a punto de vomitarla por siempre,
con Dios a mi amparo,
pero ni eso logró arrebatármela.
Me la tragué lenta y sin reparo.
En otra ocasión la tuve en mi pecho
encajándose a cada respiro,
hundiéndose bajo cada llaga.
La piedra susurraba muerte,
y el susurro lo hacía propio,
de pensamiento a sueño.
Aunque no morí ni hoy muero,
el miedo fecunda,
el miedo que la piedra desplace al corazón,
si es que en las horas del insomnio,
no lo ha hecho ya.
Anónimo
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