Ayer no dormí nada. Ni siquiera un sólo minuto. Fueron mis
ojos que se desvelaron, y que en rebeldía nunca dieron paso a dormitar el
pensamiento.
Pero no los culpo. No es menor la nocividad de los días.
Por la mañana, escuché más pisadas de lo habitual.
Hace unas semanas había perdido ya la cuenta, y parecía
haber olvidado la fecha exacta del gran día.
Pero cuando entró el jefe de la torre a mi celda, con un
lápiz y un cuaderno a mano, me di cuenta que ya era tiempo.
Se me informó que hoy después de almuerzo sería la
ejecución.
Y me preguntó qué se me antojaba comer antes de morir.
Reo 12
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