Miré hacia atrás pensando que alguien me seguía, y cuando lo
hice, vi sólo mi sombra siguiendo simétricamente mis pasos. Caminé con más
tranquilidad, lentitud y con especial cautela por lo que mi andar descubría,
como un curioso y concienzudo gato.
Para mi no-sorpresa, los edificios y el bullicio saltaban a
mi encuentro. Por suerte, la noche era fresca e inocente, de esas cuando te
sientes ligero y con el presentimiento de que algo te va a pasar o con alguien
te encontrarás. Sin embargo, yo me sentía truncado, y a pesar que andaba yo sin
mochila ni carga alguna, dolíame la espalda y el cuello de una exagerada
manera, y mis pies vacilaban desequilibrándome cada cierta esquina.
Cuando llegué a la luz de la calle principal, y mi rostro se
hizo visible, de inmediato me sentí en peligro, como si un secreto los faroles
quisieran arrancarme. Acomodé rápidamente mi gorro y la capucha de mi polerón
para protegerme de cualquier ilusa amenaza.
“He vuelto” pensé, y me invadió un súbito escalofrío
citadino que recorrió mi espalda.
Cuando me subí a la micro en dirección a la casa en donde
estaba durmiendo, me entristecí, con una nostálgica y niña pena. Iba en los
últimos asientos, como siempre, y por la ventana desfilaba la danzante cruda
realidad. Yo, quieto desde mi butaca, rememoraba en el viaje aquellas esquinas,
callejones y plazas que se atisbaban, pero me sentía ajeno, lejano, casi
irreconocible.
“He vuelto, pero en realidad nunca volví” me dije, y al
hacerlo se me dibujó una tenue sonrisa involuntaria. Del otro lado, un niño me
interrumpió y dijo que eso era prácticamente imposible, que la ciencia no lo
permitía.
Cuando me vi a oscuras en mi cama y mis aires sureños,
entendí que era sólo un sueño y que aquél niño estaba completamente equivocado.
(Si no se entendió, se refiere a que, efectivamente, había
vuelto sin volver y todo lo relativo a la ciencia y la práctica quedó objetado)
Un pro-no-tipo cualquiera